El sector investigador público mundial está formado por quienes trabajan en universidades, hospitales investigadores, centros de investigación pública o agencias de los gobiernos. Ahí, en esas instituciones, millones de personas se dedican al avance del conocimiento global.
Ese sistema científico público mundial se caracteriza por producir un conocimiento de libre divulgación y se fundamenta en una carrera por publicar.
Esta frase, que quisiera que quién lee leyera de nuevo, contiene la esencia de la producción y difusión de conocimiento en el entorno público de investigación. Me explico. Está establecido desde hace décadas que el conocimiento que genera la investigación financiada con recursos públicos debe ser también de dominio colectivo. El conocimiento es un bien público. Esta premisa define un modelo de sociedad. Y ha sido aceptada por todos los países, sean de perfil social o liberal y sean sus universidades, hospitales y centros de investigación públicos o privados. Es un posicionamiento universal. En el ámbito de la producción de conocimiento, tenemos un modelo único para todo el globo.
El personal científico de esos centros de investigación, de cualquier país, cuando acaba sus proyectos de I+D, debe -inmediatamente- publicar sus descubrimientos. Lo hace en alguna de las miles y miles de revistas y plataformas de difusión científica que existen para ello. Es una obligación que tienen impuesta. Difundir y hacerlo ágilmente. De esta manera, quién investiga conoce el trabajo de sus colegas, de manera casi instantánea, en cualquier parte del mundo (por supuesto, las revistas y plataformas son consultables online). El conocimiento que uno ha creado o generado, rápidamente pasa a formar parte de la mente colectiva. La gente científica está siempre leyendo artículos. Lo hacen para eso, para aprender y para situarse, ya que después tratarán de mejorar ese trabajo que han realizado otros. Hacen avanzar esos otros trabajos, los superan en sus propios proyectos de investigación, publicando a su vez, también de manera inmediata, sus resultados.
Se da una competencia feroz por publicar. El prestigio y la promoción dependen de las publicaciones. La promoción de quiénes trabajan en Ciencia pública se basa en su capacidad para generar artículos científicos, tanto en cantidad como en calidad. Es una loca carrera. Pero esa locura colectiva es un gran mecanismo que la humanidad ha conseguido para crear y difundir conocimiento. Esa ansia publicadora agiliza los descubrimientos y hace más rápida su divulgación. Permite además que toda la comunidad científica global tenga el mismo nivel de conocimiento en cada momento. Se acelera el avance universal. Se da también un efecto adicional: Las empresas acceden a esas publicaciones y el conocimiento que obtienen les sirve para crear tecnología. Crean nuevos y mejores productos en base a esas publicaciones científicas.
Existen miles y miles de revistas de difusión científica. Constituyen un aspecto relevante de nuestra sociedad y un pilar fundamental del avance de la frontera del conocimiento. Hay además bases de datos (similares a las de las patentes) que concentran esas publicaciones y que pueden consultarse desde el ordenador (hoy las bibliotecas de las universidades ya no tienen ejemplares de las revistas en papel). Existem también empresas que se han especializado en rastrear esas bases de datos a la búsqueda y síntesis de la información que contienen.
Las revistas científicas han sido históricamente de suscripción, de pago. Las universidades, a través de sus bibliotecas, y los centros de investigación de todo el mundo dedican enormes sumas de dinero de sus presupuestos para costear las suscripciones a esas revistas y bases de datos, para que su personal científico pueda consultarlas.
Ha habido pues un sector de actividad económico detrás de esa función social de difusión del conocimiento científico, que ha motivado que sólo quién pudiese pagar las suscripciones, podía acceder al mismo. Además, ese sector editorial se ha concentrado en los últimos años, a través de fusiones y adquisiciones, creando grandes corporaciones. Por ejemplo, el grupo editorial Elsevier, fundado a finales del siglo XIX, en el año 2019 dispone de más de 2.000 revistas científicas, en las que se publican unos 360.000 artículos cada año. Tiene más de 28.000 empleados. Otras editoriales similares son Springer, Wiley-Blackwell o Sage.
Las editoriales han promovido la creación de herramientas -también de suscripción- para canalizar el acceso a los artículos. Son bases de datos que agregan revistas y facilitan la búsqueda. Scopus es una de esas bases de datos. Incluye 24.000 revistas y 194.000 libros. Science Direct es otro ejemplo. Contiene 16 millones de referencias que provienen de 44.000 libros y 4.300 revistas. Ambas bases de datos pertenecen al grupo Elsevier. Otra de esas bases de datos es Web of Science (WoS), utilizada por más de 9.000 instituciones académicas, corporativas y gubernamentales. Es un monstruo que contiene 1.700 millones de referencias o citas que provienen de 159 millones de registros. Todas las cifras que he proporcionado en este párrafo corresponden al año 2019.
Debo aclarar que en ese negocio sólo cobran los editores. Los autores (el personal científico) no sólo no cobran, sino que, en ocasiones, en determinadas revistas, deben asumir los costes de edición. Aunque cueste entenderlo, así es como se ha estructurado la difusión del conocimiento científico global durante el último siglo.
Las revistas aportan dos cosas a quiénes publican en ellas: La difusión del artículo entre la comunidad investigadora es la básica. La segunda es el análisis del impacto que cada artículo ha tenido, a través de las referencias que otros artículos científicos realizan del mismo. Son las llamadas citas. Y ese impacto, esas citas, se han definido como la medida universal de la calidad de un artículo. Y, por tanto, del prestigio de su autor o autora. La comunidad científica global, a través de ese sistema de citas, es la que decide cuáles son los mejores trabajos.
Ya hemos entendido por tanto que el sistema de difusión de la Ciencia, aunque cumple una función social y colectiva, es privado y regido por un modelo económico. Pero, coincidiendo con el cambio de siglo, se cuestionó el modelo. En los últimos años, gente experta en informática e indignada con ese sistema, ha pirateado las revistas. Aaron Swartz, un joven de Chicago formado en Stanford, era un genio de Internet. Había sido emprendedor (cofundó Reddit, que fue comprada por una editorial, lo cual acabaría siendo una paradoja) y un activista que deseaba una red totalmente abierta. En 2011 fue detenido en el campus del MIT, por la propia policía del centro educativo, acusado de una descarga sistemática de artículos científicos. Se ha criticado mucho el proceder del MIT. Aaron, con esa descarga, no hacía más que protestar. No tenía otra intención. Pero lo que vino después le sobrepasó. Pagó la amenaza que su credo suponía con un reacción institucional excesivamente rigurosa. En 2013, en medio del proceso judicial, Swartz se suicidó en su apartamento.
Alexandra Elbakyan era una estudiante universitaria de Kazajistán que en 2011 inició el proyecto Sci-Hub, para piratear los artículos científicos de acceso restringido. Una vez los ha obtenido, los publica en abierto. Es la Robin Hood de las revistas científicas. Hoy se halla refugiada en Rusia, perseguida judicialmente por las editoriales y el gobierno de los Estados Unidos.
Pero no todos los intentos son ilegales. Hay iniciativas legales para crear canales alternativos, plataformas de difusión libre, sin condicionantes económicos, de acceso abierto. Han aparecido pues revistas científicas abiertas y directorios que las indexan. El Directorio de Revistas de Acceso Abierto (DOAJ) incluye ya, en 2019, más de 11.000 publicaciones de 122 países. PubMed Central, repositorio de los ámbitos biomédicos y de ciencias de la vida, contiene más de 5 millones de artículos científicos.
Determinadas ayudas públicas -por ejemplo, las del gobierno español o las de la Comisión Europea- obligan ya a los científicos beneficiarios a publicar en esos canales alternativos abiertos. Por otra parte, a principios de 2019, la Universidad de California decidió cancelar todas sus suscripciones con la editorial Elsevier. El debate está bien vivo. Pero todavía falta tiempo para encontrar un sistema alternativo consolidado de difusión del conocimiento científico.