Esta semana he tenido una conversación que me ha recordado un artículo de José Luis de Vilallonga. A pesar de que ser de 1995, he podido recuperarlo. Decía en él ese escritor y actor que estaba en una fiesta en Los Ángeles en los años cincuenta, a la que asistían celebridades de la época, tanto del mundo del cine como de otros ámbitos. Iba acompañado de conocidos suyos de ese tiempo. Uno era el actor Fernando Lamas, a quién vieron en un rincón charlar vivamente con uno de los invitados ilustres del evento. Parece ser que Lamas no era un prodigio y eso les extrañó. Más tarde le preguntaron (hago algún cortar-pegar del artículo):
Fernando, ¿qué le estabas contando al profesor?
¿Profesor? ¿Qué profesor? -preguntó Lamas levantando una ceja.
Ese anciano caballero con el que estabas hablando. Se trata de Einstein, el inventor de la bomba atómica. Cuéntanos, Fernando, ¿qué le decías?
El círculo se estrechó en torno al argentino para escuchar su respuesta: ¿Einstein? ¿Ese es Einstein? Pues le contaba un poco de todo, ya sabes. El pobre viejo está completamente fuera de juego. Me ha dicho que tengo mucha suerte de ser un actor, aquí en Hollywood, y de estar siempre rodeado de mujeres hermosas a las que puedo besar y hacerles el amor. ¡Imagínate la ingenuidad del individuo! Yo le he explicado que nunca hay que fiarse de las apariencias y que toda medalla, aunque sea de oro, tiene su otra cara. Le he dicho que, en mi oficio, nada es nunca como uno quisiera y que en este mundo todo es relativo.
Tú…, ¿tú le has dicho al profesor Einstein que… todo es relativo? -Pues sí. Y, muy amablemente, me ha dicho que él también tenía una teoría sobre el asunto. Por eso me he levantado y me he despedido. Para que no me endilgara su dichosa teoría.
Decía que una conversación de esta semana me había recordado ese cuento. Fue una charla con un director de innovación de una empresa catalana. Me comentaba que, hace unos años, en su estancia en Boston, se sentó junto a un señor en la cafetería del campus. El individuo le preguntó de donde era. Al conocer la respuesta, empezó a preguntarle por nuestra economía. Eran aquí los años de peor crisis y quería conocer causas y remedios. Ese director de Innovación, perspicaz y educado, siguió el diálogo y no entró en dogmas ni declaraciones fundamentales. No hizo como Fernando Lamas.
Después supo que ese señor era el premio Nobel de Economía Robert Merton. Comentábamos que esas situaciones son muy americanas, en el sentido de que en su cultura, los prodigios suelen ser humildes, informales, más próximos, con un menor ego.
Esa cultura hoy se esparce globalmente, ayudada por el fenómeno startup y por el entorno tecnológico. Manteníamos nuestra conversación en el 4YFN, un evento al que han asistido 23.000 personas de todo el mundo. Muchas de esas personas eran emprendedores muy jóvenes, que iniciaban su periplo vital. Otros eran tecnólogos reputados. Había también empresarios de éxito e inversores que gestionan millones y millones. Todo ese colectivo navega en una cultura de proximidad e informalidad y permite encuentros como los de Merton y Einstein. Pero también demanda pasión e interés. Sin esos elementos, surge la distancia e indiferencia.